La Navidad llega este año al compás de un chikungunya empeñado en protagonizar diciembre, acompañado de otros virus igualmente entusiastas. El resultado se siente en el ambiente: más depresión, más estrés, más apatía y esa fragilidad familiar que deja el duelo acumulado. Las autoridades prefieren llamarlo un escenario “complejo”, pero la realidad roza ese punto donde los eufemismos ya no alcanzan.
Un diciembre marcado por la epidemia, el duelo y la sensación de desgaste general
Los empresarios privados, sobre todo los que dependen del cuerpo presente, también padecen el clima sombrío. Y aun así, se entregan al ritual: inflan Santa Claus de plástico, encienden luces temblorosas y desempolvan la caja registradora con la esperanza de que la fiesta, aunque forzada, dé para sobrevivir. Una épica minúscula pero necesaria.
Desde fuera de la isla, las familias preparan paquetes que dicen más del país que cualquier parte meteorológico. Repelentes para mosquitos tenaces, linternas recargables, leche en polvo, vitaminas, medicamentos, antibióticos… y, como gesto de memoria dulce, uno o dos turrones de Alicante o Jijona. Un intento de regalar bienestar momentáneo y, de paso, recordar que hubo tiempos mejores.
Los envíos desde el exterior se han vuelto un salvavidas más que un regalo navideño
Conozco a quienes ya han dictado sus propias reglas para estas fechas: celebrarlo en intimidad, evitar la calle con sus precios desorbitados y, sobre todo, blindarse contra ese visitante que llega cargado de una letanía interminable sobre “lo jodidos que estamos”. Una banda sonora que nadie necesita repetir a medianoche.
Lo más inquietante, sin embargo, no es este diciembre. Es la sospecha de que el próximo año tampoco ofrece demasiados motivos para el optimismo. Como dice el son, “para el alma divertir”. Tal vez toque reinventar otra vez la risa, aunque sea a mordiscos.



